Principios Bautistas


1. El Señorío de Jesucristo.

La fuente última y final de autoridad es Jesucristo el Señor, y cada área de la vida debe estar sujeta a su Señorío.

Se ha considerado como la definición clásica de este principio la declaración de Juan Smith en 1610: “Sólo Cristo es Rey y Juez de la iglesia y de la conciencia.”

Este principio implica que Jesús es Señor de la iglesia, por tanto, ningún papa, cardenal, ministro, sacerdote, pastor u otra persona puede ejercer autoridad sobre la iglesia, sino solo Jesucristo. La iglesia pertenece a Cristo, porque él la compró a precio de sangre (Hch.20:28).

Los bautistas creemos que la suprema lealtad de cada creyente debe ser a Cristo y no a credos, tradiciones, sistemas eclesiásticos o persona alguna. Los valores mo­rales, los principios éticos y la misión de la iglesia están subordinados a esta premisa.

Aunque no hay unanimidad entre los estudiosos del tema en cuanto a cuál es el principio primario, del cual emanan los otros, muchos han considerado a este como el principio integrador de todos los demás. Justo Anderson califica a los otros principios como satélites de este, considerando que son puestos en órbita por la fuerza motriz de él y se mantienen en órbita por la fuerza orientadora de él.[1]

Todos los órdenes de la vida: evangélico, espiritual, político, apostólico, sociológico, bíblico, eclesiástico o cualquier otro están sujetos a Cristo.

Lc.6:46; Jn.13:13; Mateo 28:18; 1 Corintios 1:2; Efesios 1:22-23; 1 Pedro 2:4-8.

[1] Fe y Mensaje Bautista. Pág.48.


2. La Biblia: única fuente de autoridad.

La Biblia, como revelación inspirada de la voluntad y del camino de Dios, completada totalmente en la vida y enseñanzas de Cristo, es nuestra regla autoritativa de fe y práctica.

Los bautistas consideramos la Biblia como la única regla de fe y práctica en materia religiosa, considerándola como la Palabra de Dios. Cuando decimos “la Biblia” los bautistas nos referimos al conjunto de libros canónicos, compuesto por 39 en el A.T. y 27 en el Nuevo. Para el A.T. aceptamos el canon judío, reconocido definitivamente por estos en el concilio de Jamnia (90 d.C.) y para el N.T. aceptamos el canon como definitivamente lo reconoció el concilio de Cartago (397 d.C.).

Para muchos este principio “pugna” con el del señorío de Cristo como principio primario. Pero indiscutiblemente Cristo es más importante que la Biblia, de otra manera esta llegaría a ser un fetiche y nos convertiríamos en bibliólatras. Cristo es la Palabra viviente, de la cual da testimonio la Palabra escrita (Jn.5:39). Cristo es el clímax de la revelación de Dios a los hombres, registrada en la Biblia (Heb.1:1,2). Por esto ambos están estrechamente relacionados.

La Biblia es la revelación objetiva que sirve como guía y control de las experiencias subjetivas del individuo y la congregación. Si no tuviéramos la Palabra de Dios sería muy difícil definir con objetividad la voluntad de Dios, aun en los aspectos más básicos de la fe.

Para los bautistas este es un principio muy distintivo porque se encuentra notablemente relacionado con el surgimiento histórico de nuestra denominación. La iglesia cristiana, precisamente por seguir tradiciones humanas y desechar la doctrina de los apóstoles, que había sido plasmada en el N.T., se desvió de su fuente primigenia. Las doctrinas y prácticas de la iglesia fueron distorsionadas, de manera que cada vez se parecía menos al modelo primitivo. La reforma protestante surge como una reacción a este extravío que cada vez se hacía más tangible. En este contexto, y como un intento aun más radical de romper con las tradiciones heredadas de los hombres, surgen los bautistas con el anhelo de “volver a la fuente”. No con pretensiones de exclusivismo, pero sí con un deseo ferviente de ser fieles a Cristo, viviendo de acuerdo a la Palabra como norma objetiva de Su divina voluntad. 

Por tanto, entendemos que ser fieles a este principio es sinónimo de ser fieles al Señorío de Cristo. Por eso debemos verlos, no como principios opuestos luchando por la preeminencia, sino como mutuamente complementarios.

Diferentes sectores del cristianismo, así como cristianos en el plano individual, han asumido, teóricamente y/o en la práctica, otras fuentes de autoridad para la fe y la conducta, al mismo nivel de la Biblia o incluso a un nivel superior. Algunas de estas fuentes son: la tradición, las experiencias subjetivas (emociones, sueños, visiones, revelaciones personales), la conveniencia, un líder prominente, y publicaciones de una persona o institución religiosa. Los bautistas hemos luchado y debemos seguir haciéndolo para que la Biblia sea por siempre nuestra ÚNICA regla de fe y práctica, como expresión inequívoca de la voluntad de nuestro único Señor: Jesucristo.

Jesús nos deja un ejemplo muy claro cuando al enfrentar las tentaciones del maligno respondió de una manera uniforme a cada una de ellas con la expresión: “Escrito está”. Aun la Palabra viva se guiaba en su humanidad por la Palabra escrita para tomar decisiones sin margen de error.

Con este principio destacamos la supremacía de la Biblia por encima de cualquier otro criterio.

Hch. 17:10-12; Hch. 18:28; 2Tim. 3:16-17; 2Tim.1:19,20; Gá.1:6.


3. El bautismo por inmersión de creyentes regenerados.

La membrecía en una iglesia es un privilegio extendido propiamente solo a las personas regeneradas, quienes han aceptado voluntariamente el bautismo y se han entregado a sí mismas a un discipulado fiel en el cuerpo de Cristo

Mediante este principio definimos el orden eclesiástico que consideramos la Biblia establece para la con­gregación: primero la regeneración o nuevo nacimiento, después el bautis­mo en agua que conlleva a la membrecía de la iglesia local. De esta manera la iglesia se concibe como una membrecía regenerada, siendo el bautismo que se realiza a aquellos que hacen una profesión creíble de fe en Cristo el acto que abre las puertas de la iglesia local (Hch.2:41).

El bautismo no imparte regenera­ción o salvación. Es la fe que se representa simbólicamente en el acto del bautismo la que determina la salvación o condenación de un individuo en particular (Mr.16:16).

El bautismo representa la muerte y resurrección de Jesucristo, así como la nueva vida que el creyente experimenta al poner su confianza en Él e identificarse con la obra por Él realizada (Ro.6:4). Es una representación dramatizada de la regeneración.

Por estas razones la fe es un prerrequisito para el bautismo, según el tenor de la enseñanza neotestamentaria, donde todos los ejemplos que aparecen de bautismos son de personas que han hecho una profesión de fe en Jesucristo (Hch.2:41; 8:12,37,38; 9:18; 10:47,48; 16:14,15, 32-34; 18:8; 19:1-5).

Este principio excluye el bautismo de infantes, porque todavía no tienen la capacidad requerida para decidir si quieren o no ser cristianos. La Biblia no registra ni un sólo caso de niños bautizados.

Por otra parte, defendemos la necesidad ineludible de que el bautismo sea por inmersión. En primer lugar porque esto es lo que indica el significado etimológico del término. También por lo que se representa simbólicamente en la dramatización: muerte, sepultura y resurrección (Ro.6:4). Por último, los ejemplos bíblicos que nos permiten conocer la forma en que se llevaba a cabo la práctica son uniformes al mostrarnos que la persona entraba y salía del agua (Mt.3:16; Hch.8:38,39).

Aunque los bautistas no aceptamos que el bautismo sea un sacramento, tampoco debemos verlo como un mero símbolo, sino como lo define Anderson: “un símbolo dinámico”, puesto que comunica la verdad y despierta una respuesta.


4. El gobierno congregacional.

Una iglesia es un cuerpo autónomo, sujeto únicamente a Cristo, su Cabeza. Su gobierno democrático refleja, propiamente, la igualdad y la responsabilidad de los creyentes bajo el señorío de Cristo.

El concepto de los bautistas en relación con la iglesia es que cada con­gregación local es autónoma y se gobierna por la mayoría de voto de sus miembros. La iglesia local está organizada sobre el principio de que todos los miembros tienen derechos y responsabilidades individuales. Esto excluye el elitismo y tiene como fundamento el sacerdocio universal del creyente.

Entendemos a la luz de las Escrituras que en las iglesias neotestamentarias no hay clases diferentes. El pastor no es Señor de la iglesia, sino que es uno más de la congregación, con la misión de presidirla y guiarla. No tiene una autoridad coercitiva sobre la congregación, sino solo la autoridad moral de ser un ejemplo digno de imitar y de tener la habilidad espiritual de explicar y aplicar la Biblia, con el propósito de inspirar al resto de la congregación a vivir en santidad, conforme a la voluntad divina.

En contraste con las otras dos formas clásicas de gobierno eclesiástico: el episcopal o autocrático, donde una persona toma las decisiones que conciernen a la iglesia, y el presbiteriano, donde un grupo de ancianos o líderes asumen este papel, el congregacional sostiene que toda la congregación debe participar en las deliberaciones y los votos que determinan el curso a seguir. En las palabras de R. W. Dale: “Si todos los miembros de una iglesia cristiana son directamente responsables a Cristo por mantener su autoridad en la iglesia, deben elegir a sus propios oficiales, normar su propia adoración, determinar cuáles personas serán recibidas en su comunión y qué personas serán excluidas de ella”.[1] 

La autonomía significa que la iglesia toma sus propias decisiones; sin embargo, la autonomía es válida para los bautistas solamente cuando es ejercitada bajo el señorío de Cristo. Ni la mayoría, ni la minoría, ni siquiera la unanimidad, refleja necesariamente la voluntad de Dios. Así que debemos entender que no hablamos de un autonomismo absoluto. Ni siquiera parece acertado declarar, como hacen algunos autores y expositores al presentar el principio, que la iglesia se gobierna a sí misma. Más bien pudiéramos expresar con propiedad que Dios gobierna a la iglesia a través de las decisiones que la congregación toma, guiada por el Espíritu Santo y basada en la Biblia. De esta manera tampoco deberíamos hablar del gobierno congregacional como de una democracia pura, sino más bien como una “teodemocracia”. Dios gobernando a la iglesia a través de la congregación. La iglesia local no debe tomar sus decisiones buscando hacer su propia voluntad sino en obediencia a la voluntad divina. Esa debe ser la meta del gobierno congregacional: escuchar la voz de Dios como cuerpo y obedecerle. Por eso hay dos requisitos que están muy interrelacionados para que haya un verdadero gobierno congregacional, según lo entienden los bautistas: la dirección del Espíritu Santo y el fundamento de la Biblia. Si falta uno de estos, el ideal se ve frustrado. Sin ellos puede haber democracia, pero no gobierno congregacional.   Podemos ver en el N.T. varios ejemplos de la aplicación de este principio: en la elección del sucesor de Judas (Hch.1:15-26), en la elección de los diáconos (Hch.6:1-7), en la comisión de Bernabé y Saulo para la obra misionera (Hch.13:1-3), en el concilio de Jerusalén (Hch.15:1-33), y en varios ejemplos de disciplina eclesiástica (1Cor.5; Ro.16:17; 2Tes.3:6-15).

[1] Citado en el Nuevo Diccionario de Teología, pág. 495.


5. El sacerdocio universal del creyente.

Cada creyente, teniendo acceso directo a Dios por medio de Cristo, es su propio sacerdote, y está también en la obligación de llegar a ser un sacerdote para Cristo en favor de otras personas.

Este principio, formulado clásicamente por Martín Lutero, emana de la doctrina bíblica que afirma la dignidad, el llamamiento y el privilegio comunes de todos los cristianos delante de Dios. Esto significa que toda persona regenerada por el Espíritu Santo tiene libre acceso a Dios sin necesidad de intermediarios humanos, por me­dio del único Sumo Sacerdote: Jesucristo (Heb. 7:20-28; 1 Tim. 2:5). Por eso en el N.T. nunca se habla de sacerdotes como de un grupo exclusivo dentro de la iglesia y nunca se designa de esta forma a sus líderes, en contraste con la práctica y teología veterotestamentaria. La razón es que en la iglesia cristiana todos somos sacerdotes.

Lamentablemente, aun cuando esta es la enseñanza clara del N.T., desde una fecha tan temprana como mediados del s.III se comenzó la práctica de designar obispos y presbíteros como sacerdotes mediadores para ofrecer sacrificios en términos del A.T., fomentada principalmente por Cipriano, obispo de Cartago.[1] Esto se vio notablemente acentuado en la Edad Media.

La reforma protestante del siglo XVI se encargó, entre otras cosas, de rectificar este desvarío. Lutero sostenía: “Cada zapatero puede ser un sacerdote de Dios, sin dejar su horma mientras lo hace”. También que “nuestro bautismo nos consagra a todos sin excepción y nos hace sacerdotes a todos”.[2]

Cuando ponemos nuestra fe en Jesucristo no solamente tenemos libre acceso a Dios, sino que nos constituimos sacerdotes para aquellos que aun no son cristianos, dándonos Dios el privilegio de ser un puente de bendición que les permita conocer al único mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo. Por esta razón el pueblo cristiano es llamado con propiedad un real sacerdocio (1Ped.2:9). Todos los creyentes sirven como iguales bajo Dios, teniendo a Cristo como nuestro sumo sacerdote (Heb.4:14). Esto está en armonía con la conocida analogía paulina de la iglesia como un cuerpo, del cual todos somos miembros, con la responsabilidad de desempeñar una función determinada y teniendo a Cristo como nuestra cabeza (Ro.12:4-7; 1Cor.12; Ef.1:22,23; 4:15,16; Col.1:18). Con relación a este principio se ha afirmado: “Ni una sola iglesia ha podido expresar en su adoración, su obra y su testimonio, la magnitud de las riquezas de esta doctrina”. Un comentario muy absoluto, pero que no deja de reflejar la realidad de un cristianismo que no vive de acuerdo a su potencial, ni utiliza a plenitud todos los recursos y prerrogativas que le han sido conferidos

[1] Nuevo Diccionario de Teología, pág.826.

[2] Ibid


6. La separación entre la iglesia y el estado.

Ambos son ordenados por Dios y responsables ante Él. Deben permanecer separados, pero ambos están bajo la obligación de un reconocimiento y apoyo mutuo, en tanto y en cuanto cada uno procura cumplir su función divina.

El principio se enuncia de manera magistral en la respuesta de Jesús a los líderes religiosos que lo tentaron en Jerusalén preguntándole si debían pagar tributo a César o no. Lo incitaban a decir una palabra que le acarreara condenación, ya fuera por parte del pueblo o de los romanos. Pero el Señor no se dejó llevar por la presión de abrazar una causa política. Él moriría no por oponerse o defender al Estado, sino por ser el Hijo de Dios, entregando su vida para la redención del ser humano. De ahí la genialidad de sus palabras: “Dad, pues, a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios” (Mt.22:21). Aquí vemos el reconocimiento de la legitimidad de las dos esferas y la responsabilidad que tiene el ser humano para con ambas.

Justo Anderson nos sugiere pensar en la diferenciación entre la naturaleza de la iglesia y la del Estado comparándolos en los siguientes aspectos:

  • Razón de ser: la iglesia existe para predicar el Evangelio; el Estado, para administrar justicia.
  • Pueblo: la iglesia se compone de creyentes en Jesucristo; el Estado, de todos los que nacen en su área de jurisdicción.
  • Método: la iglesia utiliza la persuasión voluntaria; el Estado, la ley y la coerción.
  • Administración: la iglesia está bajo el señorío de Cristo; el Estado, bajo el príncipe o autoridad elegida.
  • Fuente de sostén: la iglesia se sostiene de ofrendas voluntarias; el Estado, de impuestos obligatorios.
  • Programa de educación: la iglesia promueve el discipulado cristiano; el Estado prepara para la ciudadanía.

La separación significa que la iglesia y el estado tienen distintas funciones y que cada uno debe operar en su propia esfera sin interferencia o coerción del otro. Este enunciado rechaza: (1) Que la iglesia y el estado son antagónicos. (2) Que la iglesia debe dominar y dirigir al estado. (3) Que el estado debe dominar y dirigir a  la iglesia. En realidad la separación busca el bienestar de ambos.

El principio también implica: (1)Que el Estado no hará discriminación para favorecer a una iglesia y frenar a otra. (2)Que no debe haber impuestos públicos para el sostenimiento de una iglesia. (3)Que no es prerrogativa de iglesia alguna el ejercer la instrucción religiosa en las escuelas públicas.

La ley y el orden son partes del designio de Dios para el bienestar del ser humano. Es Dios mismo quien ha establecido las autoridades seculares, por lo cual los cristianos, como buenos ciudadanos, debemos reconocerlos, respetarlos y someternos a las leyes que ellos establecen (Ro.13:1-6; 1Ped.2:13,14), siempre y cuando estas no contradigan a la voluntad clara de Dios.

César (el Estado) tiene una autoridad legítima que debemos acatar; pero recordando siempre que es una autoridad limitada por la de Dios. El Estado que sale de su esfera asignada y pretende usurpar la autoridad divina no puede contar con el apoyo y la obediencia del verdadero creyente en ese caso particular. En la Biblia encontramos algunos ejemplos muy relevantes: cuando el Estado o el gobernante impone que se le rinda la adoración que solo se le debe al Creador (Dn.3), cuando imposibilita la devoción al Dios verdadero a aquellos que quieren hacerlo (Dn.6) y cuando nos impide el cumplimiento de un mandato divino como la Gran Comisión (Hch.5:27-29). La lealtad suprema es a Cristo. 

Entendemos que también es obligación de todo cristiano orar por los gobernantes de su país, según 1 Tim 2:2 para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad”. Nuestra petición debe ser que Dios los guíe y los ayude a tomar decisiones sabias que redunden en el bienestar y la paz de la nación.

Así mismo sostenemos que cada discípulo de Cristo debe ser ejemplo de buen ciudadano, de acuerdo a la exhortación reiterada del N.T. Jesús nos desafía con las metáforas de la sal y la luz (Mt.5:13-16) y el apóstol Pedro nos lo presenta como la voluntad divina (1Ped.2:14,15) y la actitud ideal aun en medio de las persecuciones y las calumnias (1Ped.3:13-17; 4:15-16). Por tanto, se requiere de nosotros que hagamos una realidad el eslogan: “Cada cristiano el mejor ciudadano”. 

Finalmente es necesario aclarar que este principio no implica que un cristiano, como ciudadano y ser social, no pueda participar de la vida política de un país. Entendemos que no es función de la iglesia como tal, pero un cristiano puede servir a su nación y ser de bendición si tiene esta vocación. Su responsabilidad en ese caso es brillar como buen representante de Cristo, siendo ejemplo de honestidad, altruismo y servicio desinteresado. Sin embargo, su actividad las desempeñará no en virtud de ser miembro de una iglesia y representándola, sino como ciudadano de la nación.


7. La libertad religiosa.

Toda persona es libre debajo de Dios en todo asunto de conciencia, y tiene el derecho de abrazar o rechazar una religión y de dar testimonio de sus creencias religiosas, siempre con el debido respeto por los derechos de otras personas.

La concreción de este principio en la historia es un logro de los bautistas y tal vez su contribución más grande a la humanidad y la religión. Como afirma Enrique Dámaso[1]: “Si no hubiera sido por los esfuerzos perseverantes de los bautistas, quizá, en la actualidad, tuviéramos un sistema más cruel que el de María, la Sanguinaria, de Inglaterra, o el de Catalina de Médicis de Francia.” Y en las palabras de C. L. Neal: “La libertad religiosa es un don de los bautistas al mundo”.

Dios creó al ser humano a su imagen y semejanza (Gn.1:26,27), y le dotó del derecho inalienable a la libertad, del cual nadie lo debe privar. De ahí que no es prerrogativa de ningún estado el asumir como oficial una religión o doctrina y perseguir o rechazar a otros por pensar diferente. Todas las formas de culto, religiones o creencias tienen el derecho de existir libremente. “Iguales derechos a todos, y privilegios especiales a ninguno”.

Es muy importante no confundir libertad con tolerancia. La libertad religiosa significa más que tolerancia, puesto que esta no es más que una modalidad de la persecución. En su famoso discurso acerca de este principio, George W. Truett, pastor de la Primera Iglesia Bautista de Dallas y quien llegó a ser presidente de la Alianza Bautista Mundial, expresó:

La tolerancia implica que alguien afirma falsamente el derecho de tolerar. La tolerancia es una concesión, mientras que la libertad es un derecho. La tolerancia es una mera cuestión de conveniencia; mientras que la libertad es una cuestión de principio. La tolerancia es una dádiva del hombre, mientras que la libertad es una dádiva de Dios.”

Este principio, entre otros muchos factores, incluye: (1) La libertad de culto (adorar a Dios según cada uno lo estime pertinente); (2) la libertad de conciencia (hacer lo que cada cual entiende que es correcto o incorrecto en materia religiosa); (3) y la libertad para propagar nuestros principios cristianos. Cada uno de estos factores debe estar limitado solo por el respeto al derecho de otras personas, o sea, que el ser humano debe tener libertad de expresarse en materia religiosa, según le dicte su propia conciencia, siempre y cuando esa expresión no afecte a otros.

El historiador Justo Anderson nos presenta una analogía, redactada por Rogerio Williams, padre de los bautistas en Norteamérica, en la que se ilustra con claridad meridiana el significado del principio:

Zarpan muchos buques pasajeros cuya suerte durante el viaje es común. Tal buque es un símbolo muy apto de una república… muchas veces, papistas, judíos, protestantes y turcos están embarcados en el mismo buque. Todo lo que quiero decir cuando afirmo la libertad de conciencia es que ninguno de los protestantes, turcos, papistas o judíos sea compelido a asistir al culto del buque, o sea molestado en realizar su propio culto, si es que lo practica. Además, agrego que nunca negué, a pesar de esta libertad mencionada, la autoridad del capitán del navío para determinar el curso del buque, para exigir la justicia, la paz y la sobriedad entre los tripulantes y pasajeros.

En la historia muchos bautistas han dado sus vidas por respaldar la libertad religiosa. Defenderla implica que reclamamos nuestro derecho divino a la libertad y respetamos y concedemos a otros este derecho. Es con gozo que podemos afirmar que los bautistas nunca han recomendado ni practicado la persecución a otros por motivo de creencias y prácticas religiosas (ni por ningún otro motivo).

También expresó Truett en el discurso anteriormente mencionado:

“… es la postura consistente, insistente y persistente de nuestro pueblo bautista, siempre y en todas partes, que la religión siempre ha de ser voluntaria y no coaccionada… Dios desea adoradores libres.”

Finalmente, debemos tener mucho cuidado de inferir de este principio que aceptamos toda creencia como válida para la salvación, o que es lo mismo creer que no creer. Los bautistas somos insignes promotores del evangelismo y las misiones. Afirmamos sin la más mínima duda que fuera de Cristo no hay salvación (Jn.3:36; 14:6; Hch.4:12). Sin embargo, nuestro deber es predicar, persuadir, ser instrumentos del Espíritu Santo para convencer a los pecadores; nunca obligar o imponer la fe. Dios nos ha dado, desde el mismo Edén, la libertad y el derecho de escoger el camino que queremos tomar. Él nos muestra las implicaciones y consecuencias de nuestra elección, manifiesta su voluntad en cuanto a la decisión que Él quiere que tomemos; pero siempre el privilegio y la responsabilidad de decidir son nuestros. Si Dios, que es el Creador, nos da la libertad de escoger en materia religiosa, ¿quién es el ser humano para quitarle ese derecho a alguno de sus semejantes? El llamado de Cristo sigue siendo: “Si alguno quiere venir en pos de mí…” (Mt.16:24). Cristo no nos impone la cruz ni sus enseñanzas, sino que nos invita a tomarlas y a seguirle por voluntad propia. Debemos ser consistentes con el ejemplo de nuestro Maestro.

[1] Colectivo de autores: “Fundamento y Práctica de Fe y Mensaje Bautistas”; pág.104


8. La cooperación.

El pueblo de Cristo debe, según la ocasión lo requiera, organizar las asociaciones y convenciones que sean convenientes para lograr la cooperación que se necesite a fin de realizar los grandes objetos del Reino de Dios.

Como iglesias autónomas, los bautistas creemos que la cooperación es un hecho bíblico y por lo tanto un deber cristiano, por lo que cada iglesia tiene el deber de cooperar con otras para la extensión del reino de Dios, para la beneficencia en tiempos de crisis y para proyectos comunes, tales como campañas, cruzadas, plantación de iglesias, entrenamientos de líderes, publicaciones, etc.

Las iglesias deben asociarse con el fin de potenciar sus recursos y ser un impacto mayor con el Evangelio para la gloria de Dios y el bien de los perdidos. La unidad cristiana establece una armonía espiritual y la cooperación voluntaria, para fines comunes, entre discípulos individuales así como entre grupos de cristianos. No podemos olvidar la oración intercesora de nuestro Señor Jesús mostrando su anhelo de que esto fuera una realidad entre sus seguidores, como reflejo de su unidad con el Padre y por la influencia salvífica que ello tendría en el mundo (Jn.17). Enrique Dámaso afirma que “muchos estudios han comprobado que la cooperación es una de las claves del progreso de las iglesias bautistas en el mundo entero”.[1] Este principio, bien aplicado, tiene resultados muy beneficiosos para el Reino de Dios.

Es muy importante tener presente en todo momento que las organizaciones que se crean con el fin de llevar a cabo el principio de la cooperación no tienen autoridad una sobre otra ni sobre las iglesias. Este principio no invalida en lo absoluto la autonomía de la iglesia ni el gobierno congregacional.

La cooperación entre diferentes denominaciones cristianas es aconsejable siempre y cuando el fin de esa unión esté justificado y no se violen los principios de conciencia o se sacrifique la lealtad a Cristo y a su Palabra, como aparece en el N.T. (Gá. 1:6-10; 2Jn.10,11; Jn.17:17).

En los Evangelios y en la iglesia primitiva encontramos varios ejemplos de cooperación: Jesús envió a sus discípulos a evangelizar de dos en dos (Mr.6:7; Lc.10:1; cf. Ec.4:9-12); iglesias recogían ofrendas para ayudar a hermanos necesitados de otras congregaciones (Hch.11:27-30; 1Cor.16:1; 2Cor.8,9), y para contribuir con el sostenimiento de misioneros, de tal manera que pudieran realizar la obra a tiempo completo (Filp.4:15,16; 2Cor.11:8,9).

La cooperación reduce el egocentrismo y genera mayor hermandad en el servicio mutuo (Mt.20:20-28). Debemos estar siempre a favor de cualquier esfuerzo que redunde en el beneficio del pueblo de Dios y la salvación del mundo, sin sacrificar otros principios.

[1] “Fundamento y práctica de Fe y Mensaje Bautistas”, pág.89.